De dos maneras distintas se oye hablar de la Iglesia en la vida corriente. El idealista, eclesiástico o seglar, desde el púlpito, en la enseñanza, en la conversación diaria, ve a la Iglesia como la Iglesia de Dios: pura, sin mancha y sin tacha, santa, con la mira puesta únicamente en la salvación de los hombres. El realista, en la calle, junto a la mesa del bar, en la lectura del periódico, ve a la Iglesia como agrupación de hombres: humana y hasta demasiado humana en la cabeza y en los miembros, dura e intolerante, aparato de ambición hostil a la libertad, complicada en los tratos y política de este mundo, con defectos de toda laya. ¿Quién de los dos tiene razón? Los dos, aunque, por distintos conceptos, tienen razón y sinrazón. Razón, en cuanto la Iglesia es en algo tal como los dos la ven, siquiera ese «ser» haya de tomarse analógicamente; sinrazón en cuanto la Iglesia, con parcialidad exclusiva, es vista sólo así. En el fondo, ni al realista ni al idealista les interesa la renovación de la Iglesia. El idealista, que sólo mira el lado de luz de la Iglesia, la tiene por innecesaria; el realista, prisionero de la parte oscura de la Iglesia, por imposible. Sólo quien, con auténtico amor a la Iglesia, cuyo miembro es, tiene valor para mirar las sombras y creer, no obstante, en la luz, sólo ése puede abrirse a una renovación de la Iglesia tal como el papa la espera del concilio.
Hans Küng, El concilio y la unión de los cristianos, 20