Érase una vez un sr. llamado Ambrosio Carabina. Acababa de llegar del carnaval de Cádiz, donde le encantaba escuchar las comparsas con sus rimas y sus retrancas. Se disponía a tomarse un pescadito a la plancha, porque era viernes de Cuaresma cuando, abriendo el grifo, notó que no había agua. ¡Menuda faena!, pensó. Aunque, en Libia, no sería problema.
¿Con qué acompañar el pescado? Sacó una lechuga de la despensa; sus hojas verdes y moradas le recordaron los billones de euros de las primeras fortunas mundiales que acababan de publicarse. Después encontró unas pastitas de las monjas, pero si venían de Zaragoza, ¿tendrían algo que ver con el millón y pico de euros desaparecido? Necesitaba un refresco y un café, como los que circularían en las interminables reuniones de AENA.
Y Ambrosio sin agua. Y no venía. El grifo rugía como las tripas cuando hay hambre. En cambio, en Japón, el exceso: olas gigantes de agua. Con la cabeza apoyada en una mano, aburrido, repasando el calendario, recordó el otro temblor de triste memoria: el 11-M. Por un momento se le pasó el hambre. No le extrañó en absoluto que el Dalai Lama se quisiese retirar; al fin y al cabo, debía anhelar una paz al estilo de la nuestra en Cuaresma.
Ambrosio Carabina, llevaba viudo unos cuantos años. Su mujer hubiera tenido algún bidón lleno de agua en la terraza, para estos casos. Era capaz de preverlo casi todo. Y de encontrar el tlf. de un fontanero. Y de llamar a los vecinos por si tampoco tenía agua. Y de usar papel de cocina en vez de agua para los restos de grasa… Y de, Y de, y de… Él no podía pensar tanto. En su masculinidad, prometió: cuando venga el agua, me van a oír… ¿Quién? Da lo mismo.
muy simpactico lo del cuento del señor Ambrosio ja.ja.