Había una vez una mujer, cuya identidad ocultaremos bajo el alias de Valentina. Y es que era muy valiente. Su cuerpo frágil padecía una irreversible enfermedad degenerativa. Confiaba en que su marido, un buen mozo australiano cuidaría de ella hasta el final; pero la muerte dictó la injusta sentencia de siempre, y su Cocodrilo Dundee del alma falleció primero.
Valentina no se dejó intimidar. Raro era el día en que no escuchaba en la radio su canción favorita: “Se va el faisán, se va el faisán, se va para Barranquilla…”, les sonará esta coplilla tan popular, de nuevo. // La ley Sinde quiso registrar en la sociedad de autores las cuerdas vocales de Valentina, pero ella se negó. Lo suyo era tararear y reírse un poco del mundo.
Pronto necesitó una silla de ruedas y una empleada de hogar para las tareas de casa. Y hacían sesiones de cocina juntas, tertulias culturales con sus amigas, mini-excursiones y hasta rezaban unidas por la paz y la reconciliación de India con Pakistán. Nadie percibía tristeza en el rostro de Valentina a pesar de que, como decía el paisano, “la procesión va por dentro”.
Mientras ETA se plantea qué hacer con sus pistolas, Valentina trabaja con su ordenador, desde casa. Cuando la duquesa de Alba le presenta el novio a sus hijos, Valentina piensa en el cielo y pregunta allí por su marido… A Valentina le gusta formar bien a su nieto para que nadie lo malee. Y bromean: ahí va la última entre los 2: Nandito, ¿quieres ser Cristiano? No, abu, prefiero ser Messi.
Si alguien quisiera, por algún raro casual, quitarse de en medio a los enfermos, a los que viven en un vientre, a los ancianos “pasaditos” u otros casos incómodos, yo volaría con mi imaginación junto a Valentina. Le agradecería que su enfermedad sirva para salvar mis tonterías, y mis deudas de amor con la humanidad. E iría a verla, si pudiera. No sé si acabaría riendo o llorando; pero seguro que aprendería más que en la mejor universidad del mundo.
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