“¡Hay, cómo duele ser humilde!” El cantautor católico Martín Valverde comienza así una de sus composiciones. Tiene razón. Aceptar la vida y ocupar el lugar de cada uno en ella, puede llegar a lastimar como una punzante migraña, una muela “chinchona” o un cólico abdominal.
Comprobar los propios fallos, por ejemplo, ¡es tremendo! Pongamos por caso la compra de un mueble. El ticket de compra dice que hay un plazo de 15 días para devoluciones. Pero es desempaquetado mes y medio después y se comprueba que venía defectuoso. Y ahora, ¿qué? No somos un “10”. A todos nos ha sonado el móvil alguna vez en una conferencia…
No avasallar. Esta sería la otra faceta “humilde”. Nos creemos con ciertos derechos que todos deberían reconocer. Existe una frase antológica capaz de resumirlo: “llevo toda mi vida luchando para ser humilde y hoy, tras 72 años, al fin lo he conseguido”. Un versículo del Nuevo testamento es suficiente para responder: “¿qué tienes que no hayas recibido?”
Porque la humildad no es tragar, callarse la boca, “apechugar”, o ser el “pobriño” del pueblo a quien dar “mimito”. Los humildes no son los que provocan lástima. La humildad es la verdad. Y eso es muy difícil de definir y de vivir. Algo así como un “es lo que hay”, pero sin retranca y con ganas de mejorar siempre. Bregando.
Dicen los sabios que la soberbia (la opuesta a la humildad), se muere una hora después de haber fallecido la persona. A la historia de la manzana le sobraban deseos de fruta prohibida y le faltaba humildad. Caín despreció la humildad; no hubiera asesinado a su hermano. Babel pretendía construir una mega-torre “por pistolas”, pero sin humildad… La historia se repite.
La humildad susurra, no grita. Propone. Insinúa a cada cual: “en solitario, nunca podrás. Sin Dios y los demás, lo tenéis crudo, triste, soso, “depre”, rancio y con riesgos de amargura”. El secreto está en lo que recibes; no tanto en lo que puedes dar.
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