Se llamaba Pilar. Con 16 años dio el paso más importante de su existencia. Decidió entregar su respiración, sus latidos y su amor a la persona de Cristo en un Convento. Parecía que una poderosa fuerza tiraba de ella con correas de cariño y no la soltaba. Era el Esposo, con Mayúscula. Lo que Pilar no acababa de comprender era cómo contentar a un marido tan distinto.
Y un día, después de haber rezado en un convento, el de Belvís, supo que su vocación era la de madre dominica. Ser Madre de esta forma no iba a ser fácil, pero sin duda era lo que andaba buscando. Había escuchado a otras rezar ante la Virgen del Portal, para saber qué camino seguir en la vida. La Virgen, muchas veces hablaba claro, “hija, tu camino es el Convento”. Pero a veces las excusas aparecían: “tú cállate, Niño Jesús, que estoy hablando con tu Madre, santa María”. Pilar hablaba en serio, estaba decidida a lo que Dios le sugería.
Los parientes de sor Pilar se sorprendieron un poco ante la gran “fortaleza” de Belvís. Los grandes muros del convento y aquellas rejas enormes imponían a cualquier visitante. Veían feliz a aquella familiar suya, que acudía a saludarles con un velo sobre su rostro. Todo gran tesoro, merece ser guardado del asalto de los ladrones. No son paredes que impedían escapar a Sor Pilar, eran escondites para los bandidos que querían asaltar el amor de Dios y su guardia femenina personal.
Desde la Iglesia se podía ver rezar a sor Pilar junto a sus compañeras. A los más pequeños de casa le decían dónde se sentaba ella y le lanzaban un beso o un saludo con la manita. Todos, incluso los de más edad, la buscaban de reojo con la mirada, porque querían conservar esos momentos durante toda la semana o todo el mes. Cuando los papás de sor Pilar se pusieron enfermos, ella acudía alguna vez a cuidarles.
En el locutorio, ese lugar donde uno puede visitar a estas Madres tan particulares, la familia se enteraba de muchas cosas. Sor Pilar les contaba con entusiasmo sus tareas. Como se le daba bien bordar, tenía muchos encargos costureros y “modisteros”. Hablaba del coro, uno de esos lugares predilectos desde los cuales rezar y cantar a nuestro Dios. De los turnos de cocina, lavandería, huerta o limpieza, donde alguna vez personas de vida seria como ellas, también se salpicaban despertando alguna risa. Y en los tiempos de recreo alguna vez les llamaba por teléfono y preguntaba qué tal iban los que llevaban su sangre y su apellido. Porque ahora tenía dos familias.
“Es una vida de entrega, hijo”, le decía muy solemne la cuñada de sor Pilar a su hijo Jesús. Y el chaval cuando iba al colegio, por si arañaba un puntito más al profe de Religión, levantaba la mano para decir: Yo tengo una tía monja, ¿sabía? Los compañeros le preguntaban cómo era un día en esa casa tan grande. Y que seguro que había pasadizos secretos y subterráneos escondidos tras esos muros misteriosos.
Hoy sor Pilar reza mucho. Sabe que es lo más importante. Reza por muchos que no nos atrevemos a rezar, o por los que nos despistamos en medio te tantos ruidos y tantas prisas. Se le han juntado algunas vocaciones nuevas de la India, porque las jóvenes de España parece que andan algo despistadas. Ella sabe que la vida da muchas vueltas y que el poder de Dios y su amor están por encima de los cálculos de los hombres. Ser mujer. Ser para Cristo. Ser una guardiana de los demás hombres y mujeres. Y no tenemos nada más que añadir, porque ha elegido la mejor parte.
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