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Evangelio del domingo (28-3-2010)

27 - marzo, 2010 por Anxo

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22,14 – 23,56

Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos y les dijo:

– «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios.»

Y, tomando una copa, pronunció la acción de gracias y dijo:

– «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios.»

Y, tomando pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:

– «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.»

Después de cenar, hizo lo mismo con la copa, diciendo:

– «Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros. Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero, ¡ay de ése que lo entrega!»

Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso. Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:

– «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve. Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.»

Y añadió:

– «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos.»

Él le contesto:

-«Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte.»

Jesús le replicó:

– «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme.»

Y dijo a todos:

– «Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?»

Contestaron:

– «Nada.»

Él añadió:

– «Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja; y el que no tiene espada, que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito: Fue contado con los malhechores.» Lo que se refiere a mí toca a su fin.»

Ellos dijeron:

– «Señor, aquí hay dos espadas.»

Él les contesto:

– «Basta.»

Y salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:

– «Orad, para no caer en la tentación.»

Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba, diciendo:

– «Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.»

Y se le apareció un ángel del cielo, que lo animaba. En medio de su angustia, oraba con más insistencia. Y le bajaba hasta el suelo un sudor como de gotas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la pena, y les dijo:

– «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación.»

Todavía estaba hablando, cuando aparece gente; y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo:

– «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?»

Al darse cuenta los que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron:

– «Señor, ¿herimos con la espada?»

Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino, diciendo:

– «Dejadlo, basta.»

Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:

– «¿Habéis salido con espadas y palos, como a caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas.»

Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro se sentó entre ellos. Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo:

– «También éste estaba con él.»

Pero él lo negó, diciendo:

– «No lo conozco, mujer.»

Poco después lo vio otro y le dijo:

– «Tú también eres uno de ellos.»

Pedro replicó:

– «Hombre, no lo soy.»

Pasada cosa de una hora, otro insistía:

– «Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo.»

Pedro contestó:

– «Hombre, no sé de qué me hablas.»

Y, estaba todavía hablando, cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente.

Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. Y, tapándole la cara, le preguntaban:

– «Haz de profeta; ¿quién te ha pegado?»

Y proferían contra él otros muchos insultos. Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y escribas, y, haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron:

– «Si tú eres el Mesías, dínoslo.»

Él les contesto:

– «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder. Desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso.»

Dijeron todos:

– «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?»

Él les contestó:

– «Vosotros lo decís, yo lo soy.»

Ellos dijeron:

– «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca.»

Se levantó toda la asamblea, y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo, diciendo:

– «Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.»

Pilato preguntó a Jesús:

– «¿Eres tú el rey de los judíos?»

Él le contestó:

– «Tú lo dices.»

Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:

– «No encuentro ninguna culpa en este hombre.»

Ellos insistían con más fuerza, diciendo:

– «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí.»

Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y, al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.

Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.

Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:

– «Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.»

Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa, diciendo:

– «¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.»

A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando:

– «¡Crucifícalo, crucifícalo!»

Él les dijo por tercera vez:

– «Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré.»

Ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:

– «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado.» Entonces empezarán a decirles a los montes: «Desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «Sepultadnos»; porque, si así tratan al leño verde, ¿qué pasara con el seco?»

Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y, cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:

– «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»

Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas, diciendo:

– «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.»

Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:

– «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»

Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:

– «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»

Pero el otro le increpaba:

– «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.»

Y decía:

– «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»

Jesús le respondió:

– «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»

Era ya eso de mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:

– «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.»

Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios, diciendo:

– «Realmente, este hombre era justo.»

Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.

Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea, pueblo de Judea, y que aguardaba el reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.

Era el día de la Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta, prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento.

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