
Llamaba a mi madre. Ella se sentaba al borde de mi cama. ¿Mamá, me perdonas? Preguntaba “el menda” con la compuerta del embalse lacrimal abierta ya sin remedio. Y mi madre volvía a sonreir, dándome un abrazo que me parecía arrojado, como un flotador, desde la cubierta del Titanic. Me había salvado. No me ahogaría esa noche.
La confesión es algo así. Dios entregó el tesoro del perdón a unos hombres pecadores, los sacerdotes. Porque así pueden entender de qué les hablamos y lo grande que es el perdón incesante de Dios. Son consejeros, válvulas de escape y jueces bondadosos. Pero eso no importa tanto. Lo que da paz y alegría es que Dios, “fijo” te ha perdonado. Que a día de hoy y después de todo, “He loves you” Pero, ¿tú le pides perdón?
Puedo asegurar que pedir perdón engancha. No es cafeína o nicotina… podría ser la “arrepentina”. Mucha gente no se confiesa porque cree que no ha hecho nada malo. O al menos muy malo. Son unos desconocidos para sí mismos. Escucha: si te duele no ser todo lo que Dios espera de ti… ¡entonces sí que amas! Aún nos falta mucho, ¿verdad?
Vamos a volver a fallar. Sí; ¿y qué? No estamos en el ejército; allí necesitarías una hoja de servicios inmaculada, para poder ascender. Esto es Amor. Imagino a Dios contento, como una madre, cuando le dejan dar el abrazo de su perdón. Propónte luchar siempre; a su lado. “Vomita” todo a tu confesor. Y ten un detallito ( la penitencia), propio de quien vuelve a casa.
Deja una respuesta