El entusiasmo de proclamar Rey a Cristo, dura demasiado poco. Le hemos pedido seguirle, cueste lo que cueste. Aunque en la puerta de la Iglesia y, en algunos otros lugares del pueblo, una imagen de Jesús “colgado”, anunciaba lo traicionero del corazón humano que aún no sabe amar.
Los Ramos llenaban la Iglesia el día 16. Una “modorra” suave en el ambiente nos impedía ser fríos o calientes. Olor a olivo y laurel. Restos de hojas que iban cayendo al suelo de piedra, para ablandar nuestros corazones… Podríamos describir un día así de romántico. Pero al salir en la procesión, lo real dejó paso a la poesía. El trayecto accidentado hacia el cruceiro, sorteando los coches, en unas curiosas maniobras de habilidad, nos hablaba del futuro: proclamar a Cristo no se lleva a cabo en línea recta y el camino no está despejado. Mientras, el coro trataba de ponerle a aquello una “banda sonora”. Sin embargo, una vez más la emoción no estaba en la música o en la procesión, sino en los niños. Las “pecas” y los “pecos” ( lo cual se dice “peques” cuando nos dejamos de monsergas de género, y resulta mucho más cómodo), acompañaban de cerca al sacerdote, que representaba a Jesús entrando en Jerusalén. Cuando agitaban y levantaban sus ramos, la pregunta escalofriante volvía a la mente del protagonista: ¿De verdad me querrán, o se olvidarán pronto de toda mi enseñanza?
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